A ver, yo sé que puedo ser brutalmente honesta, y sé que es algo que no siempre gusta. No soy tibia ni indiferente al dar mi opinión. También sé que está lleno de gente que lleva el amén y dice que todo está bien, aunque no lo esté. Yo no, yo digo lo que realmente pienso a la gente que me importa, a la que le interesa mi opinión y con la que trabajo. Pero es que estoy harta de ver autoengaños. Harta de ver cómo se mantienen dinámicas de dominación-sumisión en la que al esclavo lo único que se le ocurre para salir del pozo es quejarse menos y aguantar más para no molestar. Eso también es abuso. Callarse cuando a uno lo agreden, verbalmente o de modo disimulado, también es violencia. Contener el ser verdadero que uno es para gastar esa energía proyectando el personaje que más gusta al público, afecta a toda la vida, que ya no es de uno sino del patrón que se eligió. Hay que aprender de una vez lo necesario que es el autocuidado en esta vida.
Yo no me callo para caer mejor porque no me importa caer mejor. Vivo de ser independiente de criterio y deslenguada. No soporto la infantilización de los adultos. Uno debe hacerse cargo de su vida y de sus errores. Los abusos se disfrazan de muchas maneras. No me interesa que me quieran más por ser sumisa, complaciente o hipócrita. De hecho, ese es el secreto de que me sienta tan bien y duerma tan tranquila, decir lo que otros no pueden decir. Y eso es porque conozco el precio de la libertad, también me tocó pagarlo.
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